martes, 10 de agosto de 2010

un HOMBRE de verdad

Mi mamá siempre me enseñó a ser un hombre. Un hombre de verdad. No mentir, no robar, pero sobretodo, nunca levantarle la mano a una mujer. Jamás, bajo ningún motivo o circunstancia. Un hombre siempre respeta a las mujeres. Un hombre de verdad nunca le pega a las mujeres. Punto.

Para llegar a mi casa, solamente puedo tomar una unidad de transporte urbano colectivo, la ruta 165, pero de la UCA, hay más de media docena de rutas con 3 destinos diferentes a los que puedo ir para abordar la unidad antes mencionada. Puedo tomar la 114, 120 o 105 para bajar en El Riguero; la 110, 117 o 119 con destino Huembes (así aprovecho y paso por los libros usados); y aquellas que siempre me dijeron que no tomara, pues van hacia Gancho de Camino, entrando a las fauces del Mercado Oriental, la 111, 102 y 168. Las dos primeras combinaciones de trayectos, sea el Riguero, sea el Huembes, representan una opción un poco más “segura” a la última, pero las personas somos tercas, y yo destaco sobre todas.

- “No agarrés esas rutas, que van al Oriental y es peligroso”, decía mi madre.

- “Si con la excusa de que algo es peligroso mi abuela no te hubiera dejado ir a alfabetizar, estaría limitando tu juventud, matizada por desafiar cualquier peligro latente por mínimo que sea, lo que no te hubiera gustado, así que no hagás eso conmigo, te lo ruego”, pensaba. Pero la verdad callaba y pretendía escucharla. De todas formas, ella no me seguía, y no sabía que siempre tomaba la 168 para llegar a la Funeraria La Católica, donde esperaba la 165 para enrumbar hacia mi casa. Con suerte, me iría sentado la casi hora de viaje. Perfecto. Sin rastros, sin víctimas.

Creo que aún era el primer año de la carrera. La ingeniería intentaba empezarme a gustar de verdad, Los Pueblos era una parada obligatoria para almorzar hamburguesas y cerveza con Edgar y Lucas, y en el camino habían caído ya muchos héroes y mártires de la carrera de Ingeniería Industrial. Todo el porvenir para ellos.

Ese día no hubo visita a Los Pueblos, ni poker, ni nos quedamos a joder en la pasarela. Es decir, fue un día meramente de clases. Me preparé para irme, según la costumbre: billetera y teléfono celular (previamente apagado) en la mochila, los 5 córdobas exactos en el bolsillo, el último sorbo de agua en los baños, ¿y por qué no?, un último cigarro. Una metodología infalible.

Puede decirse que las unidades de la ruta 168 están en “buenas” condiciones: no tienen mucho sarro, casi todos los asientos no están cortados, con el relleno de espuma colgando, y los tubos están casi todos pegados al caliente techo de latón. Comparando a otras unidades, esta pieza es un Aston Martin. Y James Bond (sea Connery, Moore, Brosnan o Craig) es el viejo panzón en camisola que conduce esta poderosa máquina. ¿Quién lo diría? La imaginación de Sir. Fleming está viva, y en las calles de Managua. Hace falta ver para creer la velocidad con que este bus baja por esa calle del Consulado de Costa Rica (no diré nada despectivo de los ticos, aunque me cause diarrea me abstendré).

La parada de buses frente a la funeraria La Católica es la convergencia de tres mundos: los sueños juveniles de éxito del RUCFA, las añoranzas económicas del Mercado Oriental y el adiós parsimonioso de los que guardan reposo en el edificio a mis espaladas. Tan irónico y real, una funeraria cuyos alrededores se han improvisado como una bahía para el transporte urbano colectivo. Como siempre, la inoportuna muerte ronda algo tan hermosamente vivo.

La 165. “Dale Christopher, avívate” pienso, mientras corro. Rayos, no soy el único esperando. El recorrido de este bus en particular lo hace la única forma casi segura de que el nicaragüense promedio llegue a su hogar: Carretera Norte, Mercado Oriental, antiguo Cine Salinas, El Riguero, Colonia Máximo Jérez, Altamira (donde la velocidad se convierte en su fetiche), Huembes, Walter Ferreti, Las Colinas, barrio Naciones Unidas, media vuelta, y de regreso a las calles. Con ese recorrido, sorprende que esas unidades estén en buen estado. Bueno, “buen estado.”

Me abro paso entre la gente y trato de entrar por la puerta de adelante. ¡Mierda! Demasiada gente. Bondadoso chofer, gracias por abrir atrás. Corro “rápido”, acorde a mis estándares, a la improvisada puerta cortada en la parte trasera del bus. No me detengo en mi paso, soy firme, pero gentil, pues me rodean mujeres y niños, extiendo las 4 monedas al autoproclamado ayudante o “auxiliar de viaje”, subo tratando de que los latones no desgarren mi camisa y me regalen un buen tétano, y me siento al lado izquierdo del bus. Mientras la gente aún se abarrota en la puerta delantera, yo miro al RUCFA, al cielo, a los adoquines, a las caras de allá afuera, solo deseando llegar a mi casa. Llegar, y llegar con bien. Experimento una sensación de apaciguamiento. Esta unidad ya me es familiar, la música de Los Temerarios a todo volumen me hacen sentir en calma. Sé que este no es uno de los tantos buses que se han quedado a mitad del camino por desperfectos mecánicos. Y créanme, cuando se habla de “deterioro”, “mal estado” y “obsoleto”, los dígitos “165” son los primeros que vienen a mi mente.

No recuerdo si había alguien a mi lado, no recuerdo que día fue, no recuerdo si había sol o llovía. No recuerdo mucho de aquella tarde, no por distracción, sino por un bloqueo autoinducido para no tener que traer a plano actual aquella petrificante escena, que aún hoy, me avergüenza contar.

En el asiento delante de mí, iba una pareja. Ella, de pelo largo y negro, se miraba mayor, pero probablemente la poca alimentación y la vasta prole le habían aumentado unos cuántos años y la hacían ver más vieja. Él, moreno, casi como carbón, evidencia de una vida de duro trabajo y poca recompensa, probablemente con cayos en las manos y el corazón, causados por el machete y el dolor. Una pareja, joven, seguramente iban al Walter Ferreti o Naciones Unidas, con sus hijos, a su hogar. Una familia. “Son felices”, pensé.

No estoy seguro de cómo comenzó, pero las palabras peyorativas empezaron con rudeza. “Perra” y “puta”. Estos apelativos llamaron mi atención inmediatamente. ¿Pero dónde venían? ¿Quién podía estar ofendiendo así a una mujer? Sorpresa, las ofensas venían de adelante.

No sé por qué no noté antes el hedor a alcohol del tipo del asiento de adelante, ni el sollozo de ella, pero cuando advertí que ese cuadro no era la felicidad que un principio pretendí idealizar, fue que visualicé con estupor lo que realmente pasaba: este hombre sentado aquí delante mío, está ebrio, y va golpeando a su mujer.

Es un día de semana por la tarde, voy a mi casa en un bus de la ruta 165, y una mujer está siendo maltratada. Su pareja sentimental está abusando físicamente de ella. No en el ocultismo de una casa, sino a plena luz pública. Frente a todos. Frente a mí.

No recuerdo que tipo de insultos vociferaba, ni cuantos manotazos ocasionales dejaba caer sobre el lastimado abdomen de su acompañante, ni cuantas lagrimas ella derramó antes de que él cesara en su ataque, no sé si por piedad, no sé si por cansancio. Aunque trato, no puedo recordar si ellos bajaron antes, o yo. Y ahora que lo pienso, no recuerdo casi nada de lo que vi o hice ese día.

Lo que si recuerdo y llevo conmigo como una quemadura que aún mantiene mi piel en carne viva, es que no hice nada. Absolutamente nada. Fue un espectador, un maldito espectador. Esa mujer lloraba, pero no en escándalo, sino en sigilo, casi como si no quisiera que todos nos percatáramos de ese despunte de violencia, pero ahora creo que lo hacía para no delatar a su acompañante. Craso error señora.

Mi mamá siempre me enseñó a ser un hombre. Un hombre de verdad. No mentir, no robar, pero sobretodo, nunca levantarle la mano a una mujer. Jamás, bajo ningún motivo o circunstancia. Un hombre siempre respeta a las mujeres. Un hombre de verdad nunca le pega a las mujeres. Punto.

Te amo y respeto, pero estás equivocada madre. Un hombre de verdad no es solo el que no levanta la mano a una mujer, sino todo aquel que detesta la violencia, y que jamás en su mente ha considerado la posibilidad de hacer uso de tan anticuado artificio. Un hombre de verdad, sabe respetar a la mujer, y no me refiero solamente a no agredirlas, pues muchas veces los hombres hacemos uso de palabras e ideas erróneas con las mujeres, pensamientos retrógrados y equivocados, que a mi criterio, causan mucho más daño que cinco nudillos. Un hombre de verdad, admira a la mujer, como madre, pareja, señora, niña, como sea, pues la mujer es vida misma, menoscabar a la mujer, es estar en discordia con la vida. Un hombre de verdad, deja atrás ideologías anticuadas, machistas y misóginas. Un hombre de verdad, se habría levantado aquel día, habría tomado a esa bazofia por el cuello, lo habría arrastrado por el pasillo del bus, lo habría tirado fuera al duro y caliente asfalto, para luego sacarle a golpes la mierda a ese maldito desgraciado, y luego acompañar a esa pobre fémina a la Comisaría de la Mujer para asegurarnos de que ese coprófago jamás ponga una dedo sobre su abatida piel. Pero nadie lo hizo. Yo no lo hice. Fui participe de esa golpiza. Fui tan culpable, como ese bastardo delante de mí. No, no es cierto. Fui peor.

Hoy, siento culpa, dolor y remordimiento por aquella pobre mujer, pero sobretodo, siento vergüenza. Vergüenza no haberla ayudado, vergüenza de no haber sentado la pauta para que lastimosas escenas así nunca se repitan, vergüenza de no haber sido un hombre de verdad. Que Dios me perdone, pero que me perdone más aquella pobre señora, donde quiera que esté.


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