viernes, 4 de marzo de 2011

Una etopeya analéptica




Es bastante infeliz, a decir verdad. Sus horas más emocionantes transcurren sólo entre su horario de trabajo, el resto de su día lo dedica a soñar con todo lo que no se atreve a hacer realidad. La mala paga, las medias con agujeritos, la sopa fría, los gemidos de la vecina y las nalgas del dueño de la pulpería son los recordatorios perennes de su angustia. No es tan divertido trabajar en una biblioteca cuando no te gusta leer, ¿rodeada de cientos de libros y no gustar ni de un mísero cuento? ¡Cuánta ironía! Y es inútil insistirle a los usuarios que cuiden los libros, ¡son unos animales! Pastas rayadas, páginas faltantes, actos inhumanos mucho peores que los crímenes de guerra. En cierta ocasión, tuvo que recibir “Los peces” con un chicle entre sus páginas. Pobre Sergio, pobre. Y sabe que la culpa de tan horrible monotonía es solamente de ella, de nadie más. Todo sería mejor si se hubiera casado, si hubiera aceptado la propuesta de matrimonio de aquel guardia que la cortejaba todas las tardes a las cinco. Aquél que le llevaba cajetas de coco y pasquines de la pequeña Lulú. Hoy tendrían una casa, pequeña pero propia, en la Calle 15 de Septiembre. Pero en su lugar prefirió estudiar bibliotecología, decidió jugarse la vida por la literatura. Ahora odia los libros, odia su trabajo, odia su rutina. Odia todo lo que tenga que ver con ella, excepto ella misma.



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