sábado, 4 de junio de 2011

Chaquetas de cuero y cotonas blancas*




A veces me acuerdo de ellos, a veces sólo de él. Para aquel entonces mi primer hijo ya tenía unos ocho años de haber caído en combate, y mi otro hijo, el menor, estaba en Cuba realizando estudios de medicina. Por mi parte, nunca busqué o necesité otra pareja sentimental, podía -y quería- estar sola. Era algo que me había prometido a mí misma desde el día en que enviudé. Aquellos años, y todo lo que se vivía, eran suficientes para mí y mi soledad.  

Para sobrevivir empecé a alquilar los cuartos vacíos de mi casa. Dos en total. 

Si bien es cierto que siempre existía algo de peligro al dejar entrar a cualquier extraño a mi hogar, yo nunca tuve problemas con nadie, jamás. Y eso es mucho decir para aquella época, cuando no se sabía si la persona que te daba la mano era en realidad un amigo o sólo un espía de la contrainteligencia, un yanque agente de la CIA. Aunque, para ser franca, ¿qué podría querer el imperio con una vieja como yo? Pero eso era lo que nos decían, y más vale ser precavida.

Habían casos de casos, eso que ni qué. Una vez se quedaron unos circenses rusos que vinieron con un espectáculo desde Moscú y que al final, no sé para qué, se quedaron en el país; en otra ocasión se hospedó una pareja de cantautores salvadoreños que iba sólo de paso, pero que prefirieron conocer a fondo Nicaragua y todo el proceso de revolución; hubo una vez una muchacha muy bonita que me alquiló un cuarto por dos meses, pero una mañana, cuando no habían pasado ni dos semanas desde que había llegado, se marchó diciendo que tenía cosas que hacer. Me abrazó diciéndome al oído que nunca más nos volveríamos a ver. Y así fue.

Como decía, en esos años uno veía de todo, pero siempre, no sé porqué, lo recuerdo a él con mucho cariño.   

Era mexicano, de eso estoy segura. Lo deduje por su acento y por lo que decía. A veces se le escapaban palabras como chingón o chale o cuate, cosas así. Vino solo, cerca de mayo o junio. Había viajado hasta Sudamérica y había recorrido todo el trayecto hasta acá al puro aventón; qué loca es la juventud, ¿verdad? Cuando le pregunté cuánto tiempo pensaba quedarse me dijo que no lo sabía, que sólo buscaba a un amigo y que esperaba encontrarlo pronto. Pregunté por su nombre y sólo dijo “Mario”.

-Pero tenés apellido, ¿verdad? ¿O sos solo Mario? -insistí.

-No. Mario Santiago, así me llamo.

Yo creo que era medio loco, no sé porqué pero me da esa impresión. Salía por la mañana y no regresaba hasta en la noche, o a veces hasta ni se aparecía a dormir. Vestía siempre una chaqueta de cuero, de esas negras, calientes, como las que uno miraba en las películas de antes, como en aquella en que Rocío Durcal se enamora de aquel actor cuyo nombre no recuerdo ahorita.

Volviendo a mi nuevo huésped, era poeta. Sí, así como lo oye. Una noche toqué a su puerta para avisarle que la cena estaba lista, y como nunca contestó, decidí entrar. Estaba sentado en el suelo, fumando y escribiendo en una libretita que siempre llevaba en un bolsillo de su chaqueta, como él mismo me dijo después. Pregunté qué escribía y dijo que un poema para un amigo.

-¿Para el amigo que estás buscando?    

-Sí -contestó y volvió a zambullirse de nuevo en su libretita, como si yo no estuviera ahí o como si yo no existiera del todo y él estuviera en su propio mundo.

Una tarde regresó muy contento, pero no vino solo. El hombre que le acompañaba, según lo que me dijo, también era poeta. “Doña Yolanda, le presento a mi amigo, el poeta Beltrán Morales”, dijo el mexicano, tratando de hacer las debidas presentaciones. Era algo pequeño, usaba unos lentes gruesos y un tupido mostacho. Llevaba una boina, una cotona blanca y sandalias. Se miraba algo distraído, como ausente. A veces bajaba la cabeza y se mordía los labios. O eso creí al principio, porque luego de fijarme detenidamente vi que en realidad hablaba, como si desvariara. ¿Qué habrá podido decir?

Se sentaron un momento en la sala y empezaron a platicar. A mí no me gusta escuchar las conversaciones ajenas, pero ellos insistieron en que no me moviera pues yo estaba ahí primero. Hablaron de muchas cosas que yo no entiendo, ni antes ni ahora. Pero en cierto momento, y esto sí lo entendí, el de cotona blanca dijo que ellos morirían y que nadie los recordaría. Mi inquilino asintió con la cabeza, pero como queriendo y no queriendo a la vez. “Prefiero el olvido, amigo” dijo el mexicano. Luego, el de cotona blanca dijo que la poesía terminaría matándolos y que no había forma de detenerla. Dicho esto, yo sentí una especie de escalofrío en el estomago, algo muy feo; los dos hombres callaron unos segundos. El mexicano se levantó y pidió  a su amigo que esperara un momento en la mecedora mientras él buscaba algo “importante” en el cuarto.

La sala volvió a sumirse en silencio. Luego, el hombre de la cotona blanca se levantó, clavó su mirada en mí y, sin mediar palabra, salió de la casa. El mexicano salió del cuarto, con un montón de hojas en la mano, preguntando por su invitado.

-¿Y mi amigo? -preguntó.

-No sé, se fue de repente, no dijo nada.

El mexicano se asomó a la calle y pudo ver la figura del hombre de la cotona blanca aún alejándose. Gritó.

-Beltrán, carnal, ¡espera! -y corrió hasta alcanzarlo. Poco tiempo después el mexicano se marchó.

Se miraban cientos de cosas así en la Managua del 84.


*Nota del Autor

Este relato es resultado de una entrevista realizada en el mes de octubre de 2008 a la señora Yolanda Cardoza, ciudadana nicaragüense de 69 años edad, originaria del departamento de Carazo. Doña Yolanda se trasladó a la capital luego de la muerte de su primer hijo, Edgar Mendieta, asesinado durante un enfrentamiento con la Guardia Nacional en Diriamba, su ciudad natal. Su hijo menor, Hugo, viajó a Cuba para estudiar gracias a una beca del Estado luego del triunfo de la Revolución. Hoy en día es cirujano en el Hospital Alemán Nicaragüense. Doña Yolanda, luego de la partida de Hugo, decidió mudarse a la casa de sus suegros ya fallecidos, herencia de su también difunto esposo, ubicada en la Colonia 14 de Septiembre, exactamente en la casa N-948.

Mario Santiago Papasquiaro, poeta mexicano fundador del movimiento de vanguardia conocido como infrarrealismo. Se cree que cerca de 1982, con su amigo Roberto Bolaño ya en España, Santiago decide viajar a Sudamérica y recorrer el continente de nuevo hasta regresar a México. Hay especulaciones de que pasó cortos períodos de tiempo en Brasil, Argentina y Chile; sin embargo, existen registros de su paso por Colombia, pues es muy sabido que llegó a entrevistarse con Jotamario Arbeláez, poeta nadaísta. En Costa Rica, se cree que Santiago trabajó como peón en algunas haciendas hasta reunir el dinero necesario para viajar a Nicaragua. 

Beltrán Morales, poeta nicaragüense, reconocido por su ironía, sarcasmo e irreverente actitud crítica. No se sabe exactamente cuándo conoció a Santiago, aunque se sospecha que pudo haber sido en México, pues Morales vivió por un corto período en el Distrito Federal, justo en la calle Bucareli.

La única prueba irrebatible de esta improbable amistad es un poema:

Desespejo

A la memoria de Beltrán Morales
Con música de fondo de Javier Solís

Mural de alcohólicos el día
Explosión: la noche eterna
El viento encarnado en hueso florido de mujer
En vagancia de niños tras los sueños del flautista
Lo demás es muerte en vida
Convivencia de ratas & alacranes
/ en tiempos & espacios diferentes /
Pero atados al tufo que traza el arcoiris de 1 a otro horno
                                                            crematorio
Donde de seguro 2 locos reposan dándose 1 son
La bugambilia le rasca la ingle al polvo de la cruz
El sol es la multiplicación continua
El canto de la luz
El tour de force de lo creado
Que se mueve / sin embargo /
en el mundo -tordo gratis- como mariposa azul
Picasso se muerde la cola
-embarrado de follaje humano-
Silba el fantasma del globero
Suelta su hilo la semilla
La persigue ((entre navajas))
la certeza estratosférica del eco
La Belleza es nuestra Guernica espiritual
El retrato de Galatea empinándose en 1 pozo
/ culo fresco: porno movie de candor no natural /
Gordos & flacos ruedan por la herida abierta
El náufrago continúa en el agua / filmándose a sí mismo /
Tiempo de besar al destino
                 ¡Como sea!
Está escrito en mi cuerpo encenizado
En la brama muda de otros cuerpos
que se abisman en el vientre aparente de sus yos
Todos somos Marías Sabinas conversando con los ángeles
Pero lo olvidamos / abrumados por la pena
de no reconocernos
::Fracciones de segundo / lunas imantadas /
mordeduras de éter que masturban al sol::
     

Santiago murió en México Distrito Federal, en 1998. Morales falleció una tarde de 1986, en Managua. Doña Yolanda aún vive sola y le encanta recibir visitas.


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