domingo, 30 de mayo de 2010

Cuando toque a mi puerta...

Todo cuanto voy a relatar es verdad. Por desgracia así es.

Acabo de venir de una vela. En el barrio San Cristóbal se velaron los restos de Aufilio, el marido de una sobrina de mi abuela. Era la típica vela de barrio: los familiares más cercanos que fuimos invitados, los familiares más lejanos, que se invitaron ellos mismos, las beatas rezando, las chismosas, en una esquina devorando a todos los asistentes, los picaditos jugando desmoche en una esquina, el café negro haciendo gala, en fin, lo que se esperaría de un barrio pobre de Managua.


Aufilio no era un mal hombre, pero tampoco era santo alguno. Por muchos años, abusó del negocio familiar de su esposa, y es bien sabido que contaba con varias amantes en el barrio. El dinero generado por la buena venta de licor de la pulpería de su esposa, la única con permiso para vender alcohol creo, le permitía mantener a su esposa y sus dos hijas, y pasar algo extra para sus "canitas al aire".

Lo recuerdo bien. Me crié diez años en ese barrio, y recuerdo como iba corriendo a esa pulpería, con mi abuela observando desde la puerta de la casa, yo con mis pijamas de los 101 Dálmatas o con el uniforme escolar del La Salle, a comprar alguna chuchería, o algo más importante como la leche o el pan del desayuno. Debo ser honesto: nunca me cayó bien. Era mal encarado, malcriado como decimos popularmente. Muchas veces se burlaba de mi abuela porque me compraba cuanto juguete llegaba a la pulpería, o de mi por mi infantil sobrepeso. No sé bien que era, pero nunca me cayó bien.

Los años afectaron a Aufilio, su salud fue en declive, así como la pulpería, con la cual casi acaba, pero su esposa, la Chepita como le decimos de cariño, empezó a administrar el cadáver de ese negocio, hasta que recobró aire, y es ahora la mejor venta de todo el barrio. Después de un infarto, su salud se deterioró aún más, pero algo cambió en él, fue como si algo se rompió muy en su interior, esa expresión dura que tenía cuando era niño y que yo tanto despreciaba, fue sustituida por un rostro dócil, sereno y enfermo. Su actitud "mejoró", por así decir. Sin embargo, aún no me caía bien.

Fue ayer me contó mi abuela. Un dolor en el pecho hizo que despertaran a su hija mayor, que alquila un cuarto en la casa de mi abuela. Al ver a su papá en mal estado, la asistencia médica era más que evidente, por lo que decidieron caminar a buscar un taxi. Caminando por El Dorado, se empezó a sentir mal, muy mal, peor. Dicen, que con cada paso, respiraba menos, su cansancio era inhumano de soportar, y asumo que imposible de mirar. Se apoyó en la pared de una de las casas contiguo a la Farmacia Salazar para descansar, pero se fue resbalando sobre la pared, hasta quedar sentado en el suelo, mirando a su hija con ojos llenos de expresión y dolor, mientras miraba a su hija, y jadeaba con agonía, se tomó el pecho con la mano, fuerte, muy fuerte. Al poco tiempo cerró, los ojos. Aufilio había muerto. Ericka, como se llama la hija mayor del hoy difunto, pensó que era un desmayo, llamó a su marido, quien buscó rápidamente un medio de movilización y llegaron al hospital, donde la morgue recibió al cuerpo del sesentón.

No voy a mentir: nunca me agradó Aufilio. ¿Entonces por qué escribo esto?


Hace como 3 semanas o tal vez más, la presión de mi abuela empeoró. Los medicamentos, doctores y constantes cuidados no contaban con que un día se le dispararía a niveles casi de muerte. De pura casualidad, visité a mi abuela esa tarde, y al hallarla tan mal, me alarmé, le avisé a mis padres, y decidimos visitarla nuevamente por la noche. Saliendo de la UCA, llegué antes que mis papás, porque una reunión atrasó a mi mamá. El trabajo no sabe que la familia es más importante. Mi abuela estaba aún peor que esta tarde: su piel fría y blanca delataba que su presión no se había estabilizado. Nos alarmamos, pero en vano, pues no sabíamos los niveles de su presión baja y alta. Propuse un lectura, ¿pero dónde? Nosotros no contamos con el aparatito para leer la presión (no sé cómo se llama). Mi primera idea fue la farmacia Salazar en El Dorado, a unas cinco, seis cuadras. A medida caminabamos, mi abuela se miraba cada vez peor, y empezaba a pensar que había cometido un error al haber sugerido ese viaje. Lo peor de todo, es que la farmacia no cuenta con el aparatico para medir la presión. Maldita sea, tienen las medicinas caras e inútiles como el Viagra, y no pueden leer la presión de una señora de sesenta y tantos años. Regresamos a la casa, derrotados, pero mi abuelo, hombre sabio a quien debo mi nombre, siempre está un paso adelante, y buscó por todo el barrio alguien con el bendito aparato, hasta que encontró a una muchacha que estudia la vocación de la enfermería que vive casi a cincuenta metros de la casa de mi abuela, quien amablemente llegó con su propio "chunche" para leer la presión, y atendió a mi abuela. Se quedó con nosotros, platicando, y escuchando atentamente con especial esmero todos los males de mi abuela, sus achaques y las medicinas que toma para contrarrestarlos, media hora después tomó otra lectura, que nos tranquilizó un poco más, pero no del todo, pues seguía siempre mal. A la fecha, mi abuela ha tenido múltiples crisis, la diabetes y la presión parecen ir de la mano, y cuando algo anda mal con una, la otra parece empeorar. ¿La víctima? Mi abuela.

¿Qué tiene que ver la presión de mi abuela con el descanso eterno de Aufilio? Estas historias tienen algo en común: terribles y cotidianas enfermedades agravadas por la bacteria de la pobreza, que no permiten contar con el "chunche" de la presión de mi abuela o el carro que pudo haber llevado a Aufilio a tiempo al hospital, lo que quizás habría hecho el día de hoy un domingo más para él. Pero para mí, el sello común que une estas dos historias es uno solo, y es la imposibilidad de ayudar a tus seres amados. Ericka tuvo que ver a su padre morir en la calle, a pocos metros de su casa, donde lo había visto hace unos cuantos minutos, mal, pero con vida, caminó con él por la acera, dobló donde fue el Centro Yamaha en El Dorado, y a escasos metros de la casa donde fue criada, vio con dolor como su padre dejaba este mundo. Y pienso, ¿y si esa aquella noche mi abuela no hubiera llegado a la farmacia? ¿Y si lo que le pasó a Aufilio, le hubiera pasado a mi abuela? Les juro que de sólo considerarlo, se me humedecen los ojos. No sé que habría hecho, cómo habría reaccionado, sólo sé algo con certeza, habría sido el momento más terrible de mi vida, el saber que una de las mujeres que más amo no estaría aquí mañana, me hace sentir el ser más inútil sobre la faz de la tierra. Creo que no existe peor sensación que la de saber que somos incapaces de parar o al menos retrasar a la muerte. Este terrible susto me lo llevé con mi abuela, pero mi abuelo, mi padre, mi madre, mis amigos, la mujer que amaré, los hijos que veré venir, todos, incluso yo, no podremos hacer nada ante esta imposibilidad, ante esta inercia maldita que no me permite retener aquí a los que amo. Prefiero irme antes yo que perder a todo aquel que es importante para mí.

Esa es la muerte, y estamos maniatados ante ella. No hay nada por hacer. Sólo quiero y añoro una cosa: el sueño de mi abuela es ver que concluya mi carrera, y el mío es que ella pueda ver su sueño hacerse realidad. Nada más espero que aún tenga tiempo.


Ah, una cosa que se me olvidaba, la calle de El Dorado, donde está la Farmacia Salazar, ahora me inspira cierto miedo, el problema, es que es una de las formas más seguras de llegar a la casa de mi abuela, pues el barrio San Cristóbal no es un suburbio rimbombante de seguridad que digamos, y estoy obligado a tomarla si quiero llegar a mi destino con bien. Ese camino, esa acera, esa farmacia, me recuerda esa noche con mi abuela, y me hace imaginar a Aufilio en el suelo. Que horror.

Dedico esta nota a Aufilio, quien nunca me cayó bien,
pero sé que era una buena persona. Descansa en paz.
Y a Ericka, pues admiro su fortaleza.




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