jueves, 20 de mayo de 2010

"♫ LA GENTE QUE ME ODIA ♫ Y QUE ME QUIERE ♫"... y yo

Tengo que abordar dos rutas para llegar a la universidad. Una hora de viaje aproximadamente. Es un viaje algo cansado. Siempre el sudor atrevidamente domina mi camiseta, y me causa un poquito de vergüenza caminar por los pabellones aún transpirando.

Un monstruo verde. La ruta 110. Subo en el Manolo Morales, y mientras recorre velozmente las calles de Altamira haciendo alarde de una mezcla entre precisión al volante y salvajismo, me quedo inmerso en la multitud que vamos en la unidad. Va llena. Demasiado. Siento que la persona a mi lado me roba mi aire, que respira mi oxígeno. Atrevido.

Tanto contacto, tanta escasez de privacidad. y me pregunto: ¿quiénes son estas personas? ¿Por qué están tan pegadas a mí? No les conozco, ni ellas a mí. Estoy cerca de ellas, pero no las conozco. No sé si van al trabajo, o a visitar a su novio/a. No sé si lloran por las noches, ó si prefieren sofocar el llanto con alcohol y música.

Ellas y ellos no saben nada de mí. No saben que en cuanto llegue a la universidad lo primero que haré será encender un cigarro, buscar a mis amigas, hablar cualquier tontería, entrar a clases, u ocasionalmente escapar a la pseudo escena bohemia de Managua, tomar algo, reír. No saben que esta carrera no me tiene tan encantado, que hubiera preferido estudiar mi primera opción antes de decidirme por el camino de la ingeniería. No sospechan que no tengo a nadie a quien llamar cuando algo malo me pasa, ó cuando algo bueno sucede. No conocen tampoco mis rostros en soledad, mi fascinación por las cosas imposibles, y mi eterna codependencia con el dolor.

Lo más seguro es que ellos hagan lo mismo que yo: inventar. Sí, eso hacen. En el camino, recurro a la fantasía, y confecciono una historia para todos y cada uno de estos individuos. Algunas elaboradas, otras no tanto. Hoy no es la excepción. El señor con sombrero norteño sentado en el último asiento de la unidad es del norte, de Estelí, vino a Managua a buscar a la hija que no ve desde hace casi un año. Ese muchacho que probablemente ostenta mi misma edad es seguramente un criminal reformado, la camisa manga larga no oculta completamente las marcas de un pasado turbio, aún puedo ver los tatuajes en sus dedos. La señora que va a mi lado es sin duda una beata hipócrita, una mala vecina y buena cristiana. El conductor no me engaña con el ensordecedor reggaeton de Alexis y Fido, yo sé que escucha Paganini. La muchacha bonita blanquita de ojos claros que llevo casi enfrente es estudiante universitaria, decente, de familia, de buenos sentimientos, espero estudie en la UCA. Ese señor, de aspecto cansado, me recuerda a mi padre, ese porte que combina sabiduría y desgaste, me recuerda a él, no sé por qué, pero de pronto le quiero ver.

Todo esto me lo he inventado. ¿Cuántas personas caben en una unidad de la ruta 110? ¿Unas 100? ¿Más? No las conozco. Ni ellas a mí. ¿Por qué? Tal vez no les intereso, pero a ellas a mí sí. Nadie está solo. Nadie. Nunca. A pesar de que los humanos seamos ajenos los unos contra los otros. Fríos, inexpresivos. Este bus es el claro ejemplo de ello: somos una amalgama de carne y sueños, pero nadie está conectado, nadie conoce a nadie, ellos no son parte de mí, ni yo de ellos. Grave equivocación.

Entre idea e idea, llegué a la UCA. Quisiera despedirme de mis nuevos amigos, pero probablemente no les importe, o me tomen por loco. Ni modo. Seguro los veré mañana. ¿Y si no los vuelvo a ver nunca? Pues, me tocará abordar otra 110, e inventarme más historias. Tal vez ahora, inpresione con un final feliz.

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