martes, 10 de agosto de 2010

M 015 23

El carro de mi papá siempre ha dado problemas. Demasiados, diría yo. Después de todo, no puede esperarse mucho de un Kia Pride del 93. La vida útil de este medio de transporte ya no daba para más, y las calles de Managua eran una tortura extra para el pobre vehículo. Una exhaustiva jornada de trabajo, el mal estado de las calles capitalinas, además del uso y abuso familiar, convertían a este carro, en una caja de sorpresas, de color rojo y con un poco de óxido. Cada día, un problema nuevo. El sistema eléctrico, el motor de arranque, los neumáticos, las balineras, los amortiguadores y tantos otros achaques, no responden a nuestras necesidades, que en realidad no lo son, sólo las convertimos en necesidades desde que tenemos el vehículo. Si antes de tener un carro, nos movilizábamos eficientemente y sin problemas por Managua, ¿por qué ahora dependemos meramente de él? Simple, la respuesta es conformismo. Lástima, porque disfruto del transporte urbano colectivo.

Una mañana nueva, un nuevo día de trabajo, una nueva oportunidad de retomar los errores de ayer y encaminarlos hacia un provechoso presente. Y claro, un nuevo problema con el carro. Mierda. No arrancaba. Mi papá, como siempre, se arrancaba los escasos cabellos de su quemada cabeza, tratando de descubrir que rayos pasaba ahora. En los 5 años que tiene de poseer el vehículo en cuestión, había aprendido mecánica por la fuerza. Mi madre, entre una mezcla de decepción y enojo, prefirió una actitud presurosa, y echamos a caminar en búsqueda de un taxi. Ella puede irse en taxi, yo prefiero pagar mis C$ 5 y tomar las dos rutas que necesito para llegar a mi trabajo, no puedo darme el lujo de pagar C$ 40 solo para evitarme la engorrosa transpiración. Estaba guardando mi teléfono y billetera en la mochila, cuando fui testigo de la buena acción del día: mi mamá pagará el taxi. Mi vieja es una santa.

El taxi se miraba bien por fuera, y también por dentro. Muy bonito, bastante nuevo, excelentemente cuidado. El conductor es joven, blanco, rubio. Mi madre y yo platicábamos en el camino: ella hablaba de que estaría toda la semana fuera por unos talleres, y yo me quejaba de tener que regresar en ruta por la noche. Ya lo dije: disfruto del transporte urbano colectivo, excepto por la noche. ¿Por qué? Vivimos Managua señores, saquen conclusiones.

Mi mamá es la primera en bajar, y se despide extendiéndome la mano con el billete para pagar al buen chofer que nos salvó la mañana. “Esta mierda sólo es atrasar” me decía, refiriéndose al aquel entonces inconcluso Paseo de las Victorias. “Atrasa, atrasa y atrasa, ¿cuándo puta van a inaugurar esa mierda?” Yo callaba. “Será bonito” pensaba, una y otra vez, casi una letanía.

Fue al pasar al lado del edificio BAC, el epítome de la dinastía Pellas, que me comentó que ese edificio, era una mierda. Al menos para él. Resulta, que trabajó en Estados Unidos, en la rama de construcción. Cuatro años fuera. Lejos de su esposa y sus dos hijas, una de 16, otra de 14. “Son unas señoritas ya” dije, tratando de lucir un poco mayor de lo que mi cara delataba, haciendo uso de ese tono que aplican los viejos que ostentan una falsa experiencia en la materia de la vida. “¿Y por qué se vino?” pregunté.

- “Es que es difícil mi hermano, estar lejos de la gente que querés, es arrecho. Allá en 24 y 31 todo mundo feliz, todos se abrazaban, todo mundo en fiesta, y yo lejos de mi gente. No hombre, es duro eso. Además, yo sólo estaba trabajando para construir mi casa y comprar mi carrito, nada más. Aquí, ya tengo mi casita propia, y con este carrito pago los gastos de mi señora y mis hijas. ¿Para qué quiero más?”.

Callé. Silencio titánico. También la sorpresa. Este hombre, emigró a un país extranjero y discrepante, lleno de desigualdad y mentiras, pero también abarrotado con sendas oportunidades para el que tiene “suerte” en la vida. Este hombre, dejó atrás su vida y seres queridos, para hacerse de una vida nueva, o al menos intentarlo. Este hombre, ignoró un pasado, para labrar un futuro. ¿Y todo para qué? ¿Para buscar riquezas, abundancia y opulencia? No, nada más alejado de la verdad. Sólo quería, que sus niñas estudiaran, se formaran, y tuvieran todo lo que él no tuvo, y nunca tendrá. Ese desprendimiento de la abundancia material, es cada día más difícil de encontrar, pero ese día, yo lo hallé. No en un político, hombre de Estado, ni en un miembro del clero, hombre de Dios, sino en un taxista, hombre del pueblo. Más personas así, son las necesarias, pero desgraciadamente, son las más difíciles de encontrar.

En ese momento, me imaginé a mi padre, debajo de ese carro, engrasado, sucio y cansado, presuroso por arreglar ese vehículo, no porque lo necesitara para trabajar y ganar dinero, sino para llevarnos sanos y salvos al hogar. Créanme, es más fácil escribir al respecto, que agradecer su esfuerzo. La desgracia de todo hijo: nunca reconocer los sacrificios de los padres. Al menos ese día, llegaría a mi casa a las 9 de la noche, cansado, probablemente molesto por las clases y el trabajo, pero tenía una cometido: ofrecer la mejor cara y ánimo a mi padre. Pobre viejo, después de todo, hace lo que sea por mí, podrá no ser lo mejor, pero realmente lo aprecio. Por su esfuerzo, dedicación y sacrificio. Como dije, mi vieja es una santa. Y mi viejo también.

Llegué a mi destino, aún impresionado por el relato de este buen hombre. Pagué lo que al principio consideré exagerado, pero ahora es una minucia comparada a lo que este hombre ha hecho por su familia. Antes de bajarme, necesitaba darle las gracias, no por llevarme a tiempo a mi centro de trabajo, sino por una de las mejores pláticas que había tenido en días. Curiosamente, una de las más cortas también.

- “Ve, ¿cuál es su nombre amigo?, no me lo dijo”.

- “Ariel Solano, mi hermano, para servirle”. Arrancó.

Adiós Ariel Solano. Gracias, por ser la persona que es. Pero sobretodo, por recordarme a alguien más. A otro padre que hace sacrificios, que se desprende de todo lo material, que no permite derrotas de ningún tipo, y que siempre tratará de hacer no lo mejor, sino lo imposible. El mío.

Sin ánimos de ostentación, exhibición o derroche de narcisismo, me doy a la tarea de dedicar estas líneas a todos los Ariel Solano que andan por ahí, en un taxi sin afán de abundancia, solo de felicidad. A todas esas caras, todas esas historias, todos esos hijos del pueblo.

Y si alguna vez, se topan por la calle con un taxi Kia rojo placa M 015 – 23, manejado por un señor de aspecto duro, con pronunciadas entradas, y de tez morena, no teman en abordarlo, pues es padre de quien escribió estas líneas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario